lunes, 26 de agosto de 2013

"El ahogado más hermoso del mundo"

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor a que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que arrojarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con hierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la Tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
-Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión, cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la Tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
-¡Bendito sea Dios -suspiraron-: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto “quítate de ahí mujer”, “ponte donde no estorbes”, “mira que casi me haces caer sobre el difunto”, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias, y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta que estaba avergonzado, que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora, de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en alta mar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, “miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban”.

Realismo Mágico

El REALISMO MÁGICO es una corriente literaria de mediados del siglo XX en la cual se narran hechos insólitos, fantásticos e irracionales en un contexto realista.
El término fue creado en 1925 por el crítico de arte e historiador alemán Franz Roh en su libro "Postexpresionismo: los problemas de la nueva pintura europea", para describir un movimiento pictórico que añadía aspectos mágicos a la realidad.
Más adelante, Arturo Uslar Pietri usó el término para referirse a una nueva tendencia en la literatura hispanoamericana en la que la realidad convive con la fantasía.
Surgió entre 1930 y 1940, y llegó a su apogeo en las décadas de 1960 y 1970. 
En las novelas y cuentos mágico-realistas, el narrador presenta hechos improbables, oníricos (pertenecientes a los sueños) e ilógicos de manera natural, sin asombrarse por ellos ni darle al lector una explicación, como si pertenecieran a la realidad.
En el realismo mágico se aprecia la influencia del psicoanálisis y del surrealismo europeo, que hablan de la importancia de los sueños, el inconsciente y el irracionalismo. También hay una fuerte influencia de las culturas indígenas precolombinas y su tradición de leyendas y mitos en los que se producen hechos fantásticos.
Este movimiento surge luego de la época de auge del realismo, el regionalismo, el indigenismo y la literatura de protesta, aunque en las obras del realismo mágico se perciben algunas características de estas tendencias.

sábado, 24 de agosto de 2013

Biografía de Gabriel García Márquez

Gabriel José García Márquez nació en Aracataca (Colombia) en 1928. Cursó estudios secundarios en San José a partir de 1940 y finalizó su bachillerato en el Colegio Liceo de Zipaquirá, el 12 de diciembre de 1947. Su amistad con el médico y escritor Manuel Zapata Olivella le permitió acceder al periodismo. Inmediatamente después del "Bogotazo" (asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá, las posteriores manifestaciones y la brutal represión de las mismas), comenzaron sus colaboraciones en el periódico liberal "El universal".
Había comenzado su carrera profesional trabajando desde joven para periódicos locales. Vivió en Francia, México y España. En Italia fue alumno del Centro Experimental de Cinematografía.
Su carrera de escritor comenzó con una novela breve, que evidencia la fuerte influencia del escritor norteamericano William Faulkner: "La hojarasca" (1955).
En 1961 publicó "El coronel no tiene quien le escriba", relato en el que aparecen ya los temas recurrentes de la lluvia incesante, el coronel abandonado a una soledad devastadora, apenas compartida por su mujer, un gallo, el recuerdo de un hijo muerto, la añoranza de batallas pasadas y la miseria. El estilo lacónico, áspero y breve, produce unos resultados sumamente eficaces. En 1962 reúne ocho de sus cuentos bajo el título "Los funerales de la Mama Grande", y publica su novela "La mala hora".
Muchos de los elementos de sus relatos cobran un interés inusitados al ser integrados en "Cien años de soledad". En ella edifica y da vida al pueblo mítico de Macondo (y la legendaria estirpe de los Buendía): un territorio imaginario donde lo inverosímil y lo mágico no es menos real que lo cotidiano y lógico; este es el postulado básico de lo que después sería conocido como "Realismo Mágico".
Tras este libro, el autor publicó la que, en sus propias palabras, constituiría su novela preferida: "El otoño del patriarca" (1975). Algo más tarde publicó los cuentos "La increíble historia de la cándida Erénida y de su abuela desalmada" (1977) y "Crónica de una muerte anunciada" (1981). Su siguiente gran obra, "El amor en los tiempos del cólera" se publicó en 1987.
En 1982 se le otorgó el Premio Nobel de Literatura.
Vuelve al reportaje con "Miguel Littin, clandestino en Chile" (1986), escribe un texto teatral, "Diatriba de amor para un hombre sentado" (1987) y recupera el tema del dictador americano en "El general y su laberinto" (1989), e incluso agrupa algunos relatos desperdigados bajo el título "Doce cuentos peregrinos" (1992). A este libro le siguen dos novelas: "Del amor y otros demonios" (1994) y "Noticia de un secuestro" (1997).
Ha publicado también libros de crónicas, guiones cinematográficos y varios volúmenes de recopilación de sus artículos periodísticos: "Textos costeños", "Entre cachacos", "Europa y América" y "Notas de prensa".
También ha publicado "Vivir para contarlo" que, según él mismo, es una autobiografía que constituye, básicamente, una garantía para mantener "el brazo caliente" entre dos novelas.

sábado, 10 de agosto de 2013

Los pocillos

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.

"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo." Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.

La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?", preguntó ella. "El encendedor." "A tu derecha." La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana."

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto.

"No."

"¿Querés que te sea sincero?"

"Claro."

"Me parece una idiotez de tu parte."

"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos."

La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

"De todos modos debería ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez."

"Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros.

Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano."

"¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.

"Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para ella.

"No", respondió José Claudio. "Fijate vos por mí."

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, apropósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.

"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme."

"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte."

"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.

"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.

Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.

Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.

"No lo dejes hervir", dijo José Claudio.

La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.

Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."

"El desalojo" (Escenas I, III y VIII)

Escena I

ENCARGADA. -(Saliendo de una de las habitaciones.) Ya sabe, ¿eh? Bueno; que non se le orvide. Son cansada de esperar que hoy e que mañana e que de aquí a un rato...

VECINA 1ª. -¿Qué le hemos de hacer? ¡Cuando no se puede, no se puede!

ENCARGADA. -Antonce no se arquila los cuartos, ¿sabe? ¿Se ha pensao que estamo en una república, aquí?... L'arquiler es lo primero.

VECINA 1ª. -¡Bueno, bueno!... ¡Basta! ¡No precisa hablar tanto!

ENCARGADA. -Eso digo yo. Non precisa hablar tanto. A la fin de mes se paga e nos quedamos todos callao la boca... (Alejándose.) Sí, señor. E non precisa tanto orgullo... Se quieren vivir de arriba, se compra el palacio del congreso, ¿sabe? ¡en la calle Entre Ríos!... (Tropieza con un mueble.) ¡Ay!... ¡Dío!...

VECINA 1ª. -(Aparte.) ¡No haberte roto algo!...

ENCARGADA. -¡Ay!... ¡Madona Santísima!... ¡Uiii!... (Golpea el mueble con rabia, volviéndose a INDALECIA.) ¿Y osté también se ha pensao tener todo el año esto cachivache ner patio?... Non tiene vergüenza...

INDALECIA. -¡Pero, señora...! Si yo...

ENCARGADA. -¡Un corno! Se le hubiesen tirao esta porquería de muebla a la calle, non estaría tanto tiempo sen buscar pieza. Parece mentira. (Quejándose.) ¡Ay, ay, ay!...

VECINA 2ª. -(Aproximándose.) ¿Se lastimó mucho, señora?...

ENCARGADA. -¡Qué sé yo!... Un gorpe tremendo.

VECINA 2ª. -¡A ver! Esos golpes saben ser malos...

VECINA 1ª. -(Burlona.) ¡Ah!... Se le puede formar un cáncer... Llamen a la Asistencia...

ENCARGADA. -Mire, mire, doña Francisca. Venga. (Se oculta detrás de los muebles para enseñarle la
pierna lastimada. Dos inquilinos que salen rumbo a la calle, se detienen a mirar.)

VECINA 2ª. -¡Ay, qué temeridad!...

ENCARGADA. -Ner mismo güeso... Ve (Viendo a los vecinos.) ¿Y ustedes qué quieren? ¿No tienen nada más que hacer?...

VECINA 2ª. -¡Ave María! ¡Tanta curiosidad!... (Los dos vecinos se alejan riendo.)

VECINA 1ª. -(Deteniéndolos.) Diga, Juan, ¿no sabe si dan baile este sábado los «Adulones del Sur»?

JUAN. -Creo que sí. (Mutis de ambos.)

VECINA 2ª. -Lo que es usted no faltará.

VECINA 1ª. -No estoy invitada. La fiesta es pa ustedes los socios, no más... ¡ja, ja!... (Mutis.)

VECINA 2ª. -¡Dispará no más, comadre!...

ENCARGADA. -¡Déquela!... Non vale la pena...

VECINA 2ª. -Tiene razón. Venga a mi cuarto. Le daré una frotación de aguardiente... Venga...
También, la verdad es que ni se puede caminar en este patio.

ENCARGADA. -Naturalmente. Con toda esta porquería de cachivache adentro...

VECINA 2ª. -Un día, pase; dos, también; pero más, ¡es demasiada pachorra!...

INDALECIA. -(Tristemente.) ¡Ay, señora; ruéguele a Dios que no se vea en nuestro caso!

VECINA 2ª. -¡Pierda cuidado!... Mientras él me dé salú para trabajar, puedo estar tranquila. No ha de ser esta persona quien se quede de brazos cruzados esperando que las cosas caigan del cielo.

ENCARGADA. -Eso, eso digo yo. Mire, doña Indalecia; crea que no lo hago de gusto, porque el buen corazón lo tengo, ¿sabe? Ma non se puede estar estorbando a la quente todo el tiempo...

INDALECIA. -¿Qué debo hacer?... ¿Quieren que me tire al río con todos mis hijos?

VECINA 2ª. -No decimos tanto. Pero... moverse, caminar, buscar trabajo... En este Buenos Aires no falta en qué ganarse la vida.

INDALECIA. -¡Pero señor! Si no he hecho otra cosa que buscar ocupación. Ustedes bien lo saben. Costuras no le dan en el registro a una mujer vieja como yo. Ir a la fábrica no puedo, ni conchavarme, pues tengo que cuidar a mis hijos...

ENCARGADA. -Ma dícame un poco, ¿qué le precisa tener tanto hijos?... Si no hay con qué mantenerlos, se agarran y se dan.

VECINA 2ª. -¿Y los asilos?

VECINA 1ª. -¡Oh!... ¡Eso es muy fácil decirlo!... ¡Pobrecitos!...

ENCARGADA. -Pobrecito, pobrecito, e mientras tanto muerto de hambre como los gatos, robando la comida en casa de lo vecino...

Escena III

INDALECIA. -(Deja la costura y se aproxima a la cuna.) Vamos, nena. ¡Arriba!... ¡No se va a pasar durmiendo todo el día!... ¿No?... Entonces u... upa!... (La levanta.) ¿Quiere pancito?... (Saca un mendrugo del bolsillo y se lo da.) Esta noche traerán centavos, bastante plata, y vamos a comer mucho, ¡mucho!... ¿Tiene hambrecita?...

GENARO. -(Reapareciendo con un grueso pan y una navaja en las manos, se acerca a INDALECIA y corta una porción.) Toma... ¡Mangia!...

INDALECIA. -¡Oh!... ¡Para qué se ha incomodado!...

GENARO. -¡Mangia, te digo!... (Saca un bollo de bolsillo y se lo da a la nena.) Mangia vos. ¿Dove sono i ragazzi?

INDALECIA. -No sé. En la calle tal vez...

GENARO. -(Se aproxima a la puerta del foro y llama a voces.) ¡Eh!... ¡Tú!... Vieni. Angue, tú!... (Aparecen tres chicos. GENARO da un trozo de pan a cada uno.) Toma... ¡Mangia... tú, mangia!... ¡Mangia!... (Los muchachos reciben el pan con alborozo y se ponen a comer.)

INDALECIA. -¡Mal agradecidos!... ¿Cómo se dice?...

UNO DE LOS CHICOS. -(A boca llena.) ¡Muchas gracias!...

GENARO. -(Indicándoles la puerta.) ¡Vía! (A INDALECIA.) No hacen falta cumplimientos. Hay hambre, se mangia y se acabó!... (Los chicos hacen mutis. GENARO se sienta en cualquier parte, saca salame del bolsillo y se pone a comer. Pausa.) Estuve en el hospital. Le han hecho la operación a tu marido...

INDALECIA. -¿Cómo?... ¿Otra?...

GENARO. -Naturalmente. (Alzándose.) Toma. Mangia un po de salame.

INDALECIA. -¡Oh!... ¡Me lo van a matar!... (Toma el salame y se lo pasa a la nena.)

GENARO. -(Volviendo a sentarse.) Sería mecor, si ha de quedar paralítico.

INDALECIA. -¡Pobre Daniel!... ¿Habló con él?...

GENARO. -No lo decan ver. No hace falta tampoco... (Pausa.) ¿Qué decía la encargada?

INDALECIA. -¡Oh!... Lo de siempre. Rezongar... Insultarme...

GENARO. -¡Bruta gente!...

INDALECIA. -¡Son tan malos!... Vea: a ella le disculpo, porque, al fin y al cabo, es patrona; pero a las otras, a las demás vecinas... ¡Gente desalmada!... ¡Si fueran más felices o mejores que una, no diría nada, ¡qué diablos! Tendrían derecho. Pero no. Son pobres como yo, tienen hijos como yo, y maridos que trabajan expuestos a que los destroce una máquina o caerse de un andamio, y en vez de pensar un poco que podrían verse en mi caso mañana o pasado, se ponen a la par de la otra para mortificarme. Y todo por adularla, ¡nada más! ¿Usted cree que ha habido uno solo en esta casa capaz de ofrecerme un poco de caldo para la nena? No, señor; prefieren tirar las sobras por el caño...

GENARO. -¡Bruta gente!

INDALECIA. -¡Es lo que más me desconsuela!... (Afligida.) Me dan tantas ganas de llorar... Ver que una no es nadie... Que de repente se queda sola en el mundo, aislada... abandonada de todos... peor que un perro... (Llora.)

GENARO. -¡Ma no!... ¡Ma no!... ¿Qué se gana con afliquirse?... ¡Cállase la boca!... ¡Bruta gente!... Decate de llorar, ¿sabe?... (Se oye un tumulto y gritos afuera.) ¡Viejo loco!... ¡Viejo borracho!... ¡Viejo loco!... (Aparece un grupo de pilluelos, entre ellos los hijos de INDALECIA, acosando a un viejo soldado, inválido de la guerra del Paraguay.)

Escena VIII

EL FOTÓGRAFO de «Caras y Caretas». -(Al periodista.) Hola, amigo.

PERIODISTA. -¿Cómo le va? ¿Viene a sacar una nota?...

FOTÓGRAFO. -Precisamente. Una linda nota, por lo que veo... ¿Esta es la víctima?...

PERIODISTA. -¿Usted conoce al señor? (Presentándolo.) El comisario de la sección... Un repórter de «Caras y Caretas». (Saludos.)

FOTÓGRAFO. -Llego en un lindo momento. (Al mensajero que lleva los aparatos.) A ver... sacá pronto eso... (Al COMISARIO.) ¡Qué cuadros! ¿no?...

COMISARIO. -Ésos se ven a cada rato... Es una cosa bárbara la miseria que hay... (El FOTÓGRAFO rodeado de pilluelos y vecinos, acomoda la máquina sobre el trípode buscando la luz conveniente.)

FOTÓGRAFO. -Aquí queda bien. Así... (Los vecinos toman colocación frente al foco, tratando de salir en la vista.) Le tomaremos uno así llorando. Es un momento espléndido... (Enfoca.) Ustedes tendrán la bondad de retirarse... Más... Más lejos. (Al INVÁLIDO.) Usted también, retírese...

INVÁLIDO. -Yo soy el padre de ella, pues; ¿por qué vía salir?...

FOTÓGRAFO. -Está bien, disculpe... (Cuando se vuelve, todos se acomodan de nuevo.) He dicho que se retiren...

COMISARIO. -A ver... ¡Despejen!...

FOTÓGRAFO. -Ya les ha de llegar su turno. Pierdan cuidado... Bien... No se muevan... Un momento... Ya estuvo...

INVÁLIDO. -¿He salido bien yo?...

FOTÓGRAFO. -¡Macanudo!... (Al COMISARIO.) Ahora podrían ponerse ustedes. Y si la señora quisiera levantar la cabeza... (A INDALECIA.) ¡Señora!... ¡Señora!...

GENARO. -Métanme preso y hagan lo que quieran... Ma esto es una barbaridá... Mándase mudar... ¡Per Dío!... ¡Qué bruta quente!... Deque tranquila esa pobre muquer... ¡Caramba!... ¡Caramba!...

PERIODISTA. -(Al COMISARIO, que quiere intervenir.) La verdad es que no le falta razón... Sería mejor...

FOTÓGRAFO. -Por mí... La nota importante ya la tengo... (Se pone a empaquetar su aparato.)

INVÁLIDO. -Pero han visto este gringo, ¿qué se ha creído de la familia también?... ¡No faltaba más, hombre!...

COMISARIO. -(A INDALECIA.) Bueno, señora, no se aflija más y resuélvase.

INVÁLIDO. -Déjela. Sí ya está resuelta.

INDALECIA. -¡Mis pobres hijitos!... ¡No es posible!... ¡No puedo, me moriría!...

PERIODISTA. -Piense que es un egoísmo suyo. Por el momento, podrá mantenerlos si trabaja; pero puede ocurrirle que mañana no tenga que darles de comer... Enfermarse... morirse... ¿Qué va a ser de ellos?... Usted no pierde, dándolos al asilo... Los podría ver a menudo... Allí se formarán, aprenderán un oficio...

COMISARIO. -Y mañana serán hombres útiles para usted y para todos...

INVÁLIDO. -¡Claro está!... ¿Preferís verlos en la cárcel por bandidos?...

INDALECIA. -Bueno... Sí... Hagan de mí lo que quieran... ¡Sí!... ¡Sí!... ¡Pobres hijitos míos!...

COMISARIO. -Eso es entrar en razón... Bueno. Con ese dinero alquílese una pieza y mañana véngase por la comisaría con los chicos, que iremos a colocarlos, ¿eh?

PERIODISTA. -¿Nos vamos?... Bien... Adiós, señora. Tranquilícese usted... Sea razonable...

INVÁLIDO. -Da las gracias, pues, y saludá...

PERIODISTA. -Déjela... Le mandaremos por el comisario la plata que se reciba... (Al FOTÓGRAFO.) ¿Salimos?...

FOTÓGRAFO. -Sí, ¿cómo no?... Buenas tardes, señores.

COMISARIO. -(A GENARO.) Y a ver vos si te dejás de andar zonciando... (GENARO le vuelve la espalda.)

INVÁLIDO. -(Al COMISARIO.) Diga, mi jefe... Habrá unos níqueles pal milico viejo...

COMISARIO. -¿Para mamarte, no?...

INVÁLIDO. -¿Qué quiere, pues? Es lo único que me ha dao la patria... Un vicio...

COMISARIO. -(Riéndose.) Tenés razón. Tomá... (Mutis. Los muchachos y vecinos salen también detrás.)

INVÁLIDO. -(Volviéndose a INDALECIA.) ¡Che, mi hija!... Hoy no he morfao nada, ¿sabés?... Refílame un nalcito de esos que te dieron...

INDALECIA. -Tome... Tómelos todos... Yo para qué los quiero ahora... (Se abraza sollozando a sus hijos.)

Telón