miércoles, 17 de abril de 2013

A la deriva



El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.


Horacio Quiroga

jueves, 4 de abril de 2013

Juceca

Biografía de Julio César Castro(Juceca)
Nació el 6 de mayo de 1928 en Montevideo, fue  humoristanarradoractor y dramaturgo. Se lo conoce principalmente por su personaje Don Verídico, con el cual desarrolló un tipo particular de humor absurdo ligado al mundo rural.
A partir de 1958 inicia su labor de comunicador en la radio "El espectador" y colabora en varios medios de prensa nacionales y extranjeros

Julio César Castro
Fue autor de las obras teatrales: La última camada (Teatro Circular de Montevideo), El contrabajo rosado (teatros Larrañaga de Buenos Aires y Arteatro de Montevideo), Están deliberando (Teatro Abierto, Buenos Aires), Combatiendo Al Amor (Buenos aires, Argentina) y varias adaptaciones de sus cuentos para elencos de Uruguay y Argentina.
En calidad de actor y autor, Juceca protagonizó "El cuento perdido" en Teatro Circular de Montevideo, con dirección de Héctor Manuel Vidal, y "Cien pájaros volando" en Teatro El Galpón, con la dirección de Horacio Buscaglia. Aplaudido por la crítica y el público, continuó realizando sus espectáculos unipersonales en diversas salas de capital e interior del país.
En la Argentina escribió libretos para la televisión y durante veinticinco años al humorista Luis Landriscina, quien catapultó definitivamente a Don Verídico como uno de los personajes más célebres del Río de la Plata. Por su parte la actriz Dahd Sfeir, desde hace más de 20 años incluye textos de Julio César Castro en su más exitoso unipersonal.
En el campo cinematográfico Julio César Castro fue partícipe del largometraje "El viaje al Mar" de Guillermo Casanova, basado en el cuento homónimo de Juan José Morosoli. Allí Juceca cumplió la doble función de co-guionista y actor en el personaje Siete y Tres Diez. También fue guionista de las películas "El muerto" y "Millonarios a la fuerza".
La presencia de Juceca en el cine pasa también por su obra mayor, Don Verídico, la cual fue registrada en los cuatro ‘Cuentos de Don Verídico’, filmados en los años ochenta por el uruguayo Walter Tournier.
Juceca trabajó también en televisión en los programas Caleidoscopio, conducido por Maria Ines Obaldía, De igual a igual, conducido por Omar Gutiérrez, y en Televisión Nacional en un espacio propio de humor y reflexión llamado Tarde Piaste. Era común verlo vestido como gaucho contando, desde el personaje, los cuentos de Don Verídico.
En lo radial se destaca, entre otras, su labor en el microprograma diario de humor compartido con Horacio Buscaglia llamado Los guapos, que se emitía en la montevideana AM LIBRE.
Falleció el  11 de septiembre de 2003, en Montevideo.

martes, 2 de abril de 2013

El auto

El auto

El que supo comprar auto fue Saltarín Bostezo.
En verdad lo compró la mujer, Pataleta Batista, porque el marido no tenía visto auto ni en foto.

La mujer soñó con el auto y al otro día fue y se lo dijo al marido.

-Anoche soñé con auto y que salíamos a pasear en auto, así que tenemos que comprar auto. ¿Me oíste che?
Sin decir palabra Saltarín Bostezo salió y puso un cartel en la tranquera.
"Se compra auto de cualquier marca y pelaje, tocar timbre".

En el rancho no había timbre, pero él puso tocar timbre pa que la gente se pasara el día buscando el timbre y no lo molestaran queriendo venderle un auto.

Pero un abombau de los que nunca faltan dentró hasta el rancho a preguntar dónde quedaba el timbre.

Lo atendió la mujer, y el hombre le dijo que tenía auto pa vender.

-¿De cuántas puertas el auto?
-Cuatro.
-Yo preciso nada más que de dos. Una pa subir y otra pa bajar.
-Las otras dos van de yapa.
Si quiere las puede usar pa ponerle puertas al chiquero de los chanchos, que quedan de lo mas bonitas y los chanchos no se escapan porque no se animan a salir por puerta de auto.
Cuando Saltarín Bostezo quiso acordar era dueño de auto.
Llegó al rancho, vio aquello en la puerta y le preguntó a la mujer.
-¿Y eso que está ahí en la puerta, che, qué es?
-Auto. ¿No le ves las ruedas? Ahora somos gente de auto, así que fijate bien a quien saludás   porque con auto no se puede andar saludando a cualquiera. ¿Me oíste ché?
Saltarín Bostezo lo estuvo mirando un tiempo, de lejos.No era extraño que nunca hubiera visto auto.
Con las moscas le había pasado algo similar.Recién a los treinta y dos años se dio cuenta que existían, y eso que le gustaba el dulce de leche.
Cuando se animó,  lo empezó a usar pa tomar mate adentro del auto, pero extrañaba la falta de los pollos entre las patas, porque los pollos tenían miedo de trepar al auto. Mientras tomaba mate jugaba con los botones, con los pedales, con la palanca, hasta que en una lo hizo arrancar. Salió como chijeta por esos campos, atropellando vacas, mulitas, avestruces, bichos colorados y mariposas de Peñarol.
Llevaba una mezcla de julepe y asombro, porque nunca había pasado tan ligerito junto a una vaca.Le pasó a una lechera que ni la vaca tuvo tiempo de darse cuenta de que se trataba."Me habrá parecido", pensó, y siguió pastando. Pasó entre dos toros, que si el auto tiene una mano más de pintura se lo rayan con las guampas. Al agarrar una zona de campo arado, tanto rebotaba en el asiento como en el techo, hasta que se acordó que tenía tres pedales, y por miedo de empeorar las cosas pisó el más chiquito.
El primero en verlo acercarse al boliche El Resorte, a una velocidá infinita, fue el tape Olmedo.Bajó medio vaso de vino y comentó:
-Pa este lau viene un auto y Saltarín Bostezo. Si vinieran separados no sería nada. Pero Saltarín viene adentro del auto.
El otro venía derechito pal boliche, como si le hubiera tomado puntería con el auto. El hombre no sabía qué hacer con aquello, y los otros no sabían qué  hacer con el boliche. Esa tarde estaban Mequetrefe Llanito, Desastroso Lulú, Tatequieto Sordina, y Facilongo Cucheta, gente que no iba nunca, y cuando vieron que Rosadito Verdoso corría de un lau pal otro empezaron a correr todos entre las mesas, porque creyeron que era costumbre de la casa. Alguien dijo que había que tomar alguna medida y tomaron la medida de la puerta. Y otra vez el comentario del tape:
-Por esa puerta no dentraría si viniera despacito, pero viniendo como viene, es muy probable que dentre. No es que quiera meterle miedo a naides, pero yo me voy.
Salió puerta afuera, vio venir el auto haciendo eses, dentró de nuevo y les dijo a todos.
-No es que quiera meterle miedo a naides, pero afuera la cosa está pior. Vamos a servir unos vinos y a pensar una solución.
Rosadito Verdoso dijo que lo mejor era salir y reventarle unos higos en el radiador, pa impresionarlo. El pardo Santiago dijo que mucho mejor era tirarle tachuelas por delante cosa que pinchara antes de llegar, y la Duvija dijo que lo mejor era levantar paré de ladrillo a la vista, pero esa idea  no prosperó. Tatequieto Sordina estaba diciendo que era la última vez que paraba en ese boliche porque no había garantías, cuando se escuchó un ruido igualito al que hace un auto al subirse a un ombú de tardecita.
Después, cuando la mujer le preguntó si había perdido la dirección, Saltarín Bostezo le contestó:
-¡Estás loca, mujer! ¿Cómo iba a perder la dirección, si nunca la encontré?

                                                                                           Julio César Castro (JUCECA)